La gran palabra cuaresmal es la conversión. Se repite
en todos los modos y maneras, con palabras, con signos y símbolos, con
ejemplos. La conversión es el cambio del corazón, el cambio radical de la
persona. No basta con darse golpes de pecho, con ayunar y echar ceniza en la
cabeza, con llorar y confesar. No es suficiente rasgar el vestido o incluso
herir el cuerpo, hay que "rasgar el corazón" (Jl 2, 13), o "quitar el
prepucio de vuestro corazón" (Jr 4,4).
Si tienes el corazón duro, tienes que ablandarlo. Si
llega a ser de piedra, tienes que romperlo y convertirlo en un corazón de carne
(Ez 36,26). Si tienes el corazón viejo, tienes que rejuvenecerlo y
revitalizarlo, hasta conseguir un corazón nuevo. Si tienes el corazón sucio,
tienes que purificarlo, hasta que llegues a ser limpio de corazón. Para
purificarlo se necesita el agua limpia
(Ez 36,25), la lejía (Jr 2,22; Ml 3,2), el fuego (Ml 3,2; Mt 3,11), y sobre todo,
el Espíritu (Ez 36,27; Mt 3,11). Si
tienes el corazón pequeño, ruin, tienes que estirarlo y hacerlo crecer, que sea
un corazón grande, ensanchado y dilatado,
como el de Abraham, como el de Pablo (Co 6, 11-13), para que quepan en él todos
los hermanos. Si tienes un corazón inflado, orgullos, tienes que vaciarlo y
podarlo, quitarle sus humos y grandezas, hasta hacerlo humilde y ponerlo a
servir, como el de Cristo (Mt 11, 29; Lc 22, 27).
¡Conviértenos,
Señor!
¡Haz nuestro corazón semejante al tuyo!
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